martes, 14 de julio de 2009

¿VAS CAMINANDO PARA ALLÁ?

Si el próximo auto que pasa es verde, esta semana confesará su amor. Gritará que me ama por sobre todas las cosas. Que nada le importa. Dirá “siempre estaré contigo”. Me seguirá a todas partes.
Si la persona que viene caminando a lo lejos dobla hacia su izquierda, tomará mi mano, acariciará mi mejilla y me mirará fijamente a los ojos.
Si la niña que trae el chupetín en su mano, se lo mete en la boca y luego se lo saca antes de llegar a la verdulería, vendrá corriendo a mi casa, golpeará la puerta con dulzura y me dirá que podemos estar juntos por el resto de nuestras vidas.
Si el árbol de enfrente deja caer una hoja en los próximos minutos, me amará por siempre y nada me preocupará.

Como dejando que el destino se ocupe de su relación con ella fue que la encaró.

Ella siempre supo de su amor, tal vez él quiso imaginar el de ella. Nunca pudo reprocharse nada. El próximo auto que pasaba nunca era verde, la persona que venía caminando a lo lejos doblaba hacia su derecha, la niña sólo sostenía su chupetín y el árbol no desprendía ninguna hoja ni en los próximos minutos ni en horas. Era claro, la industria automotriz no suele ofrecer como opción el verde o, si lo ofrece, muy pocas personas lo eligen. La gente ya no se orienta hacia la izquierda, eso era antes. Los niños suelen sostener sus golosinas sin acabarlas durante horas y las hojas de los árboles sólo caen en otoño.
Era otoño. Su padre, a quien esperaba en la puerta de su casa, tenía un auto verde; la niña, su sobrina, era una glotona sin límites que sólo comía chupetines sin parar y la única dirección posible era la izquierda. Sin embargo, no podía ser.
Las posibilidades eran mínimas, el amor entre ellos era delicadamente remoto pero, de todas maneras, el destino no solía estar de su lado.
No deja de ser atractiva la existencia de un amor imposible. Un pequeño aliento para seguir viviendo, para seguir amando, para seguir esperando, para perder el tiempo sin percatarse. El problema es que él se dio cuenta que había desperdiciado cuatro años de su vida y tomo una decisión que, vista hoy y sin los atenuantes poéticos que rodeaban su desequilibrio emocional, podría lucir equivocada o patológica.
Les contaré la historia. Lo que sé y pude ver, lo que me contaron y lo que imaginé, aquello que pude comprobar y hoy sólo es conjetura, ficción y perplejidad.
Joven, delgado, flaco, muy flaco, diecinueve años, tímido, muy tímido, retraído, inteligente, muy inteligente para las pequeñas cosas como la matemática o la física. Quizás le costaba relacionarse. Sus vínculos afectivos eran fuertes, amaba con pasión. Raramente correspondido. Tal vez por el destino o por su escasa posibilidad de dar a conocer sus sentimientos.
Sus dotes de poeta, la dulzura, el humor picante, la suavidad y su inmenso pene, eran cualidades totalmente desconocidas por la mayoría de la gente, excepto para ella.
Madura, cuarenta años, bella, bellísima, desenvuelta, desprejuiciada, morocha, alta, no muy alta, con unos inmensos ojos color miel, sonrisa delicada, senos atractivos, de figura llamativa por su imperfección. Casada, dos hijos.
No podría pasar desapercibida. Sólo verla caminar podía ser suficiente para enamorarse de ella. Dulce, maternal y puta, muy puta. El pelo lacio caía apenas por su espalda, su manos delicadas solían apoyarse en los hombros de él cuando lo saludaba. Sabía que sólo agachándose levemente podía dejar ver sus pechos y alegrarle la tarde, la noche y la vida. Algunas veces lo hacía, casi descuidadamente; con el descuido que realizaba todo lo que había planeado de antemano, paso a paso, como una obra maestra.
Se conocieron gracias a otro de los empleados de la oficina. Caso contrario ella jamás se hubiese percatado de la existencia de un nuevo cadete y el nunca se hubiese acercado a su escritorio. Lo cierto es que allí el destino estuvo de su lado, ese muchacho que luego tuvo un accidente fatal y fue tema de conversación entre ambos durante semanas, le dio la posibilidad de verla, de tratarla, de enamorase perdidamente de una mujer.
Solía tener un trato bastante seductor con todos los hombres, pero con él era distinto. Las relaciones intersexuales eran su lugar. “No tengo ningún amigo con quien no haya estado en la cama, si eso es amistad, sin lugar a dudas existe la amistad entre el hombre y la mujer; confieso que la he pasado muy bien cuando era más joven y linda; espero que mi hija sea tan atorranta como la madre y que el padre no se entere, ni el novio, en lo posible. Soy una admiradora de los hombres, no tengo predilección, me gustan todos, pero solo estoy para mi marido”, decía con esa mirada pícara, casi guaranga, guarra.
“Si a Gustavo le digo: hola guapo; seguramente pensará que estoy tratando de seducirlo. Si lo abrazo levemente y le apoyo mis lolas, escucharé un comentario soez o una insinuación subida de tono; con él es diferente”, solía decir ella. “Es tan tímido, tan medido, me mira tan inofensivamente”, decía casi enamorada. “Me encanta acercarme, sonreírle e imaginar su miembro erecto... Porque es claro que se le para. Me ve entrar y se le para”, decía ella en el baño de mujeres, socarronamente. Luego se arrepentía.
Gritaba a los cuatro vientos que era feliz, “Felizmente casada”. Que amaba a sus hijos y, una y otra vez, “no tengo problemas económicos”. Gimnasia tres veces por semana. Yoga. Nada la alteraba, un paso adelante, siempre sobre su eje. Allí estaba, allí se posicionaba.
Lo cierto es que un día llegó el amor o la curiosidad. Cuarenta años, casada, dos hijos; diecinueve años, soltero, inexperto. Maravilloso, difícil y excesivamente excitante. Casi como en la lolita de Nabokov. Menos poético, más soez y pornográfico.
La seducción llegó por parte de ella y nada le costó. Él aportó su atención. Eso era lo que ella buscaba. “¿Cómo te fue en el médico?”, “¿se mejoró el nene?”, “¿aceptaron tu propuesta?”, “feliz cumpleaños para la nena”, “¿te pasó la contractura?”, “¿necesitás algo?”, “¿querés un café?”, “¿te traigo algo del kiosco?”... “¿vas caminando para allá?”.
“Bien”, “ya está mejor”, “si”, “gracias”, “sos un dulce”, “un poquito”, “no”, “bueno, si lo tomamos juntos”, “no, ya me voy”… “si, ¿me acompañás?”.-
Cuatro años, veintitrés visitas al médico, doce enfermedades del mayor y nueve de la nena, dos ascensos, tres cumpleaños del nene y cuatro de la nena, una contractura, una fractura de un dedo de la mano, dos mil trescientos cuarenta y nueve cafés juntos y solos, catorce mil quinientas noventa y tres cuadras caminadas, hablando, conociéndose, enamorándose. Podría decir el uno del otro pero no fue así. A ella le gustaba su forma de ser y saber que moría por su amor, nada más. Así solía relacionarse. Le entretenía la seducción, le gustaba llegar hasta ahí sin pasar la barrera. Además, solía decir, ante la pregunta inquisidora: “Estoy casada y tengo dos hijos”. Como si eso contara.
Él sí estaba enamorado, perdidamente. La miraba con ese destello en los ojos que sólo puede verse en los de una persona deseando que el tiempo se detenga, que su enamorada esté a su lado por el resto de la eternidad y que nada pase, que sólo sus cuerpos estén cerca.
Es cierto que a la salida de una fiesta de fin de año ellos estuvieron cerca, muy cerca. De hecho él estuvo dentro de ella y ella gozó y mucho. La culpa no fue un obstáculo, en algún momento temió quedar embarazada o ser descubierta, no le importó demasiado. La pasó bien. Estaba ebria y excitada. Él, borracho de amor y esperanza. Creyó que este hecho furtivo, pecaminoso, lejano y raro los acercaría. No fue así.
Al día siguiente, ella llegó, besó su mejilla y la de todos, se dirigió a su escritorio y levantó el teléfono, trabajó durante un rato. Él, recibió el beso parco, se quedó en su lugar y solo pudo pensar, recordar, respirar ese olor que tenía fundido en la piel y que no quería quitarse. Moría por gritar su amor. Notó distancia.
“¿Te traigo un café?”, “¿dormiste bien?”, “¿tu marido y los chicos estaban bien cuando llegaste?”, “¿te hizo alguna pregunta?”, “¿vos también tenés mi olor fundido en tu piel y no querés sacártelo?”, “¿vos también me amás?”, “¿vas a dejar todo y te vas a venir conmigo?”, “te amo”, “te amo”… “¿vamos caminado para allá?”.-
“No”, “si”, “no”, “si”, “no”, “no”, “no”, “no”, “no, yo no”, “no”… “NO”. “Basta, listo, ¿te sacaste las ganas? Te hice un favor, chiquito. Listo, hasta acá llegamos. Me importa una mierda que se entere todo el mundo, pero mucho menos me importás vos. Te aclaro que si querés podés seguir mirando, que se te pare, pero a mi no me tocás más. Me gustó, me encantó, pero listo, una vez y adiós. Voy caminado para el otro lado”.
Esto podía ser común en una chiquilina, pero ella es una mujer, se indignaba. Debe ser un mecanismo de defensa que utiliza para intentar salvar su vida perfecta. Tarde o temprano se va a dar cuenta que no existe otro como yo. No estaba borracha, sabía lo que hacía, lo venía buscando, hace tiempo que podría haber pasado si no fuera tan tímido. Me voy a jugar entero, todo o nada. No me puede dejar así, conmigo no se juega, pensaba angustiado. Tiempo, todo es cuestión de tiempo.
La tristeza le cayó como un mazazo sobre la cabeza. La depresión llegó. Silencio. Una mirada de amor no correspondido. Bronca, odio, celos. No intentó matarse, no tendría sentido morirse sin ella.
Fue en ese momento cuando tomó esa decisión que hoy podrán juzgar de equivocada. ¿Por qué le había hecho eso? Él era tan bueno, tan atento, no se lo merecía, la amaba. Jamás reaccionó con violencia, pero ese sentimiento tan profundo había transformado su personalidad. Las ideas más descabelladas pasaron por su cabeza: secuestrarla, matarla, besarla, violarla en el ascensor, contarle a su marido, a sus hijos. Implorarle de rodillas por su amor, recurrir a la brujería, esperar el milagro, odiarla, irse para no volver y sin despedirse, pegarse un tiro, ahorcarse en la oficina, tirarse por el balcón, cortarse las venas frente a ella. Seguir amándola, renunciar a todo.
Entonces decidió. Siguió, sigue y seguirá en el mismo lugar esperando. Se contenta con verla de vez en cuando durante su jornada de trabajo. Ya no espera su mano ni en el hombro ni en el muslo. Ya no volvió a ver sus senos ni sentir su perfume. Solo se contenta con hacer tiempo, esperar, disimular, pasar desapercibido. Salir, caminar lento para cruzarse en su camino y hacerle todos los días la misma pregunta: ¿vas caminado para allá? Algunas veces, en silencio, la acompaña.

viernes, 10 de julio de 2009

LA GALERA

El sueño y la vigilia tienen pequeñas diferencias aquí. Primero me costaba tragar las pastillas, ahora, por más que lo intento, no puedo dejar de hacerlo.
Cada tarde me siento en el jardín, observo el paisaje: en el fondo hay un paredón gris donde crece una enredadera que en esta época del año esta seca.
Todavía la recuerdo. Diviso su silueta varias veces al día. En realidad, es la forma de su pelo, semejante a la copa de un árbol la que suele confundirme. O al menos así lo creo.
No estoy seguro, pero me parece que es ella la que aparece constantemente. Nunca termina de desvanecerse, siempre esta presente en mi mente.
Hoy, luego de mis lecturas (llamo así a recordar las que solía hacer porque aquí no me dejar tener libros), me senté en el banco de madera; pude lograr que pusieran uno en la galería luego de varias semanas de presentar cada mañana una nota firmada y sellada, entre otros, por Napoleón Bonaparte y Maradona. No había tragado ni la azul ni la roja, solo la amarillenta se deslizó por mi garganta porque es muy pequeña.
Mi enfermero, Pedro, bajó las escaleras mirando a los costados y comenzó a caminar hacia la salida. Sacó un cigarrillo del bolsillo, lo encendió nerviosamente, dio dos pitadas y lo aplastó en el césped.
A lo lejos, detrás de una de las hojas de metal, pude ver una silueta que se asomaba. Se ocultó cuando me vio. ¡Era ella! Me sorprendí creyendo que había cumplido su promesa de venir a rescatarme. Acomodé mi cabello y mi ropa. Permanecí sentado, no tuve fuerzas para levantarme.
El hombre de blanco estaba por llegar a la puerta cuando ella ingresó. Casi rozaron sus cuerpos. Logró pasar y caminar unos pasos en dirección a la única parte de la enredadera que conservaba hojas verdes. Se escondió.
Me moví apenas hacia la derecha para intentar ver la escena.
Pedro se quedó parado en la entrada. Tal vez esperaba a alguien. Nervioso, no paraba de poner y quitar sus manos de los bolsillos.
Ella sacó un cuchillo. Nunca creí que llegaría tan lejos; debía matar a más de veinte personas para rescatarme. Evidentemente no era la forma.
Resolví delatarla aunque sabía que era mi única salvación. Intenté moverme pero mis piernas estaban atrofiadas. Quise gritar, llamar la atención del pobre hombre. No nos separaban más de diez o quince metros, un solo gesto hubiese bastado para que su metro noventa y sus doscientos kilos pudieran reducirla. Arrojé mi galera hacia la enredadera.
Nada escucharon. El verde se tiño de colorado.
Me incorporé apoyando la totalidad de mi cuerpo en los brazos. Creo que perdí el equilibrio y caí.
No puedo precisar que pasó. No me dejan salir a la galería. Desde la ventana del frente alcanzo a ver mi galera tirada en el medio del jardín. Hay una mancha cerca de la puerta y allí, bajo la enredadera, debe estar el cuerpo y el arma. Me avisaron que Pedro se ha ausentado de su puesto. Sin aviso.