domingo, 26 de junio de 2011

SENTADO EN MI SILLON CON LOS PIES APOYADOS EN LA MESITA RATONA

“Buenas noches”, dijo mientras ingresaba a la casa. “Estamos solos”, le advertí mientras cerraba la puerta.
Ese hombre había sido mi esposo durante dos largos y apasionados años. Largos porque me he acostumbrado a medir el tiempo de acuerdo a mis sensaciones, ya no creo que siempre sea el mismo y que los días duren 24 horas sino que se sienten de diez, doce o veintiocho según las ocasiones. Apasionados porque ese fue el sentimiento que me guió a lo largo de esos años; desde que salí del Registro Civil hasta que lo observé marcharse para nunca volver.
Aprendí a no esperar su visita pero cuando lo vi con su sobretodo azul de pie bajo la lámpara que alumbraba el ingreso a mi vivienda, recordé que había ensayado ese instante muchas veces durante los últimos siete años y por ello le advertí que nadie me acompañaba, que su irrupción podía ser peligrosa. Como cada expresión, depende del tono, la pronunciación y el énfasis que el interlocutor le ponga. Al escuchar mis palabras supe que algo estaba fallando; no sonó a una advertencia, pareció sólo una descripción, una información, un parte como el que le daba todas las noches cuando llegaba de trabajar sobre las novedades de la casa, del barrio, del mundo.
Quitó su sobretodo, lo colgó en el perchero y apoyó el libro que llevaba sobre el escritorio. Todo estaba dispuesto como siempre; nada se había tocado desde la fecha de su partida. Se sentó en uno de los sillones y puso los pies sobre la mesita ratona. Intenté reprenderlo por la acción, quise gritar “¡retira tus sucios pies de mi mesa!”. Nada dije.
Comenzó a hablar y fue directo al grano: “¿Por qué me dejaste ir?”
Acomodé mi cabello y por un momento pensé que me lanzaría sobre su cuello para ahorcarlo, despellejarlo y descuartizarlo en miles de pedazos. ¿Qué clase de pregunta era esa? Él se había ido hacía siete años, luego de 24 meses de amor y pasión, una mañana, sin explicarme el porque me dijo “creo que es mejor que me vaya, eso hará más fuerte nuestro amor”. Y se fue y jamás volvió. Me quedé atrapada, estática. Indagando en mi ser y rastreando pistas de otras mujeres, de deudas de juego, de crímenes. Esperé un llamado, una carta, una señal. Mis amigos -sorprendidos e indignados- me impulsaron a seguir. Nadie sabía cual era el motivo. Durante siete años intenté recomponerme, y lo hice. Por supuesto, soy una mujer atractiva, él lo decía todo el tiempo. Conocí un hombre e intenté enamorarme de él; y lo logré. En algún momento le expliqué lo que me sucedió; me ayudó a olvidar y a tramitar mi divorcio. Me casé. ¡Sí, contraje matrimonio ayer! Disfruté la noche de bodas y estaba haciendo las valijas para salir de luna de miel mientras Pablo llevaba los perros a la casa de su madre cuando sonó el timbre y era él. Luego de siete años, volvió, tocó mi puerta, pasó como si todavía fuera su casa, se sentó en mis sillones, apoyó sus pies sobre la mesa ratona que compró cuando aún eramos novios y me preguntó por que lo dejé ir.
Hice silencio. La pregunta me sorprendió, la situación me dejó inmóvil.
“Si hubieses hecho algo, si me hubieses buscado o si hubieses gritado para que regrese no me habría marchado”
Siete años después de haberme abandonado, de haber dicho que se debía marchar para que nuestro amor se fortaleciera, sentado en mi sillón, con los pies apoyados en la mesita ratona, me reprochaba que nada hubiera pasado si gritaba o lo buscaba o… Me preguntaba ¿por qué no había hecho algo? ¿Qué hubiese podido hacer? Lo esperé un tiempo razonable, le había dado todo, me había casado con el, había lavado su ropa y acariciado su piel durante veinticuatro meses. Le demostré mi amor, le entregué mi cuerpo ¿que más podría haber hecho?
Quise levantarme para abrirle la puerta, para indicarle que se vaya, que no vuelva. Era una mujer casada y no podía recibir hombre en mi hogar. En cualquier momento llegaría mi marido y vería que estaba con mi ex marido que no sabía que yo me había vuelto a casar. Todo podía ponerse muy incomodo. Pablo aún tenía celos y se comportaba con violencia ante algunas situaciones. No soportaba las mentiras y, si le contaba lo que estaba sucediendo, podría interpretar que se trataba de una mentira y matarme o matarnos a los dos. Un hombre que estaba sentado en mi sillón con los pies apoyados en la mesa ratona era inexplicable.
“¿Por qué no peleaste por mi?”, siguió. “Jamás me quisiste. Aceptaste mi partida como quien presencia la salida del sol o el atardecer. Como un hecho natural sin explicación. Era la comprobación de un fenómeno que anunciaste. Miles de veces habías dicho: “un día te vas a cansar de mi y te vas a ir”. ¿Cómo podría irme si te amaba? Pero lo repetías como una conjura, como una maldición. Y aquella noche sentí que deseabas que sucediera, que hacías lo posible para que pase lo que pronosticaste. Te negaste a tocarme, a decirme que me amabas, a cuidarme. Te rendiste y tomaste la decisión de no pelear, de esperar que la vida se desarrolle, que se cumpliera la profecía o tu deseo. Y me abriste la puerta, me diste el último beso y dijiste: “sabía que esto iba a pasar” mientras volvías sobre tus pasos y transitabas el pasillo hasta la habitación que había sido nuestra hasta la noche anterior y que a partir de aquel momento pasaba a ser tuya. Y te paraste frente al espejo, acomodaste tu cabello, sonriente y plena. Dejaste que las cosas sucedan, como quien se deja morir o entrega un juego de naipes depositando las suyas en el mazo, te abstuviste de pelear por nuestro amor. Durante siete años esperé una señal para regresar y nada.
“¿Ahora la culpa es mía? Atiné a decir. ¡Yo soy la culpable de que me hayas abandonado!
Sabía desde el primer momento que su falta de carácter, la debilidad con la cual se conducía por la vida, nos iba a llevar a ese callejón sin salida. La duda constante ante cualquier circunstancia nos condenaba a la fractura, a la separación, al fracaso. Lo sabía y por eso le dí todo lo que tenía. El extremo de mi pasión, el amor como si cada día fuese el último y aquella noche, supe que iba a ser la última y, por eso mismo, no quise que me tocara. Ya lo había hecho muchas veces, era suficiente.
¿Buscarlo? ¿Dónde podía buscarlo? Dijo que había estado a la vista, viviendo en lo de su madre, frecuentando a sus amigos, que siguió trabajando en el mismo lugar. ¿Cómo iba a saberlo? Jamás volvimos a vernos. Nuestros mundos eran muy distintos. Los lugares que yo frecuentaba no eran los mismos que él solía visitar. Yo no iba a las librerías ni a las conferencias de literatura.
Le contesté: “Siete años después, sentado en mi sillón, venís a reprocharme que no pelee por tu amor. ¿Se debe pelear por amor? ¿El amor se pelea? El amor es un sentimiento que fluye y cuando deja de fluir deja de existir. Se siente y luego se va, o se queda. Pero uno no hace nada por él. Es como el agua: va ingresando por los lugares menos pensados o se escurre por las hendijas más pequeñas. Tratar de sostener un sentimiento es imposible. Está o deja de estar. Y cuando así sucede solo hay que resignarse y esperar a que se diluya totalmente para poder seguir liviano. Porque el amor también es una carga, un lastre, algo que tiene un peso y que requiere un esfuerzo día tras día. Pero como un jarrón de cristal, una vez que se rompe resulta imposible volver a reunir los pedazos y recomponerlo de igual forma”.
“Pero podrías haber librado una batalla, intentar que el agua no se escurra, que el jarrón no se rompa. Es más, juntar las piezas del antiguo y hacer uno nuevo, tal vez hasta más fuerte y mejor. Pero no era lo que querías. Se había cumplido tu presentimiento y las cosas sucedieron como lo habías imaginado así que lo aceptaste y diste vuelta la página, continuaste con tu vida. Fiel a tu estilo, ayer cuando te casaste, mientras prestabas tu consentimiento a pasar el resto de tu vida con ese hombre, habrás imaginado e ideado una válvula de escape. Un motivo que desbordaría todo con la capacidad de derrumbar tu nuevo mundo. Y, seguramente, frente al espejo mientras delineabas tus ojos y pintabas las uñas, habrás recordado mi voz alabando tu belleza y apareció, como suele pasar, esta secuencia que destrozaría todo. El regreso, el inesperado regreso en el momento menos apropiado. Y definiste, como una máxima, como una profecía, el fin. Asociaste, posiblemente, mi regreso al final”.
Me senté sobre una de los vértices de la mesa, con las piernas juntas, para seguir escuchándolo. Me sentí pequeña, lo vislumbré maduro.
“Tal vez estoy aquí porque me provoca escozor que le brindes ese amor y esa pasión extrema que te caracteriza. Poniendo la totalidad de tu ser a su disposición como si fuera el último día. Cualquier día puede ser el último pero en tu caso hay dos cláusulas resolutorias: la muerte o el cumplimiento del vaticinio. Entonces, como dos cuestiones contra las que no puedes luchar, vivís cada día como el último y brindas todo. Pero como no pelearías contra la muerte porque te sabrías perdedora, tampoco luchás contra tu maldita lectura de la culminación de una historia, contra esa idea que sólo surge de tu cabeza y que carece de sustento, de lógica”.
Comencé a llorar y, por un momento sentí que existía una persona que me conocía mejor que yo. Que sabía lo que sucedía en mi interior. Tapé mi cara y la angustia me invadió como cuando supe que me dejaría. Aquella noche, hace nueve años, cuando volví de mi casamiento y entendí que él me iba a abandonar, que tarde o temprano se iba a cansar de mi y se iría para siempre; o ayer, cuando supe que el volvería en algún momento y me destrozaría mi nuevo mundo.
Sentí que sus manos tomaban las mías para retirarlas de mi rostro. Sus labios besaron mis lágrimas y mirándome a los ojos dijo: “No regresaré”.
Sus palabras me aturdieron. Por algún motivo no las esperaba; quedé paralizada. El tiempo se detuvo. Mis ojos –que no parpadeaban- pudieron ver como quitaba los pies de la mesita ratona, como se levantaba de mi sillón blanco y se dirigía hacia la puerta por la cual, unos minutos después, ingresaría mi esposo corriendo, preso del pánico, para tomar el teléfono y llamar a la policía indicándoles que en la puerta de mi casa se había cruzado con un hombre, de sobretodo azul, que le había dicho -antes de pegarse un tiro en la sien- que no regresaría jamás. Y agregó, ahora mirándome: “No se quién era. Jamás lo había visto. Dijo eso y que, ahora sí, sólo la muerte podría separarme de mi esposa”.

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