sábado, 15 de agosto de 2009

ACTO REVOLUCIONARIO


Esa noche, mi hermano Martín me dió una granada. Me dijo que la tenga en la mano, bajo la almohada. “Si vienen, activala”, me pidió. “Volaremos todos pero no nos van a llevar, Juampi. Nosotros no vamos a terminar como los chicos de la Facu”. Sus ojos verdes se veían convincentes como siempre.
Era cierto que los muchachos estaban desapareciendo uno a uno y no teníamos más noticias de ellos. A la novia de Martín, que vivía en Belgrano y supuestamente tenía un padre influyente, también la habían chupado.
Sentíamos miedo.
Esa noche puse la granada debajo de la almohada y espere un buen rato que entrasen por la puerta a los tiros o a las patadas. A los gritos. Me dormí, creo.
La cabeza me pesaba mucho, sentía una opresión enorme en los parietales, mis ojos ardían y notaba un zumbido en los oídos similar al que padezco cuando tengo fiebre, mucha fiebre.
Todo estaba oscuro. De repente, comencé a escuchar voces. Eran sonidos suaves, gente que intenta que no la oigan. Cuidadosamente evitaban hacer ruido. Me quedé quieto agudizando el sentido auditivo con el objeto de descubrir dónde me encontraba. Sabía que no me hallaba en mi cama, estaba sentado.
El aire parecía pegar contra las paredes; escuché un sonido metálico que tardé en asimilar. Luego advertí que se trataba del cinturón de seguridad típico de las aeronaves, esos cuyo seguro se levanta permitiendo que la cinta corra y se ajuste al cuerpo.
¿Qué hago aquí? ¿Por qué motivo? ¿Cómo llegué hasta éste avión?, me pregunté.
Comencé a temblar, sentí algo que recorría mi cara apretándola. Sospeché que no podría ver nada, seguía imperando el negro.
Presté atención a lo que ocurría a mí alrededor. Supuse que todos estaríamos en la misma situación. No estaba solo.
Escuché llorar a un bebe. ¿Qué pudo haber hecho la criatura? ¿Por qué querrían asesinarla a ella también?, pensé. El bebé era el símbolo de la inocencia de nuestra causa y de la brutalidad con la cual nuestros enemigos nos combatían. De todas maneras no estaban lejos de algunos de nosotros que también pensaban en erradicar al enemigo de raíz.
En pocos minutos ilustré en mi mente a cada uno de los ocupantes. Siete u ocho, calculé. ¿Seríamos todos revolucionarios?

Siempre me gustó la palabra “revolución”. Me parece potente. Solíamos gritar “¡Viva la revolución!”. Pero, la verdad, no puedo entender de qué se trata. Mi hermano solía supeditar todo a ella: la igualdad de oportunidades, la libertad, la cultura; hasta el sexo. Su vida giraba alrededor de ese día que, según sus creencias, estaba cercano y era posible. Que sólo dependía de nosotros, de despertar a un gigante dormido, de decir basta, de dejar de observarnos con los ojos del imperialismo para pasar a mirarnos unos a otros solidariamente; entendiendo que no podemos ver la historia fragmentada y creer que todo comenzó con la conquista de América. Que nadie puede descubrir lo que ya estaba poblado desde hacia tres mil años. Solía decir “Yo no bajé de ningún barco. Me siento parte de los hombres que habitaban el continente desde antes que vinieran los asesinos a quitarles todo lo que tenían. No puedo sentirme parte de una raza que extirpó a sangre y fuego ese metal dorado que ningún valor tenía para la cultura americana para dominarla y hacerle creer que la civilizaba”. Estudiar, trabajar, entrenar, educar, divulgar la idea revolucionaria; en cada uno de nosotros debía haber una persona que defienda con su vida la gesta que agradecerían nuestros hijos.

“Viva la revolución”, susurré.
“Chissst”, escuché. Alguien me hizo callar violentamente.
¿Sería un compañero o uno de nuestros captores? ¿Por qué querrían secuestrarme a mí? Yo no hice nada, mi hermano era el que solía gritar: “Tenemos que sacar a estos milicos de mierda a los tiros”
Supuse que había un infiltrado en nuestro grupo, por algo Martín me dijo que duerma con el explosivo, él sabía que iban a venir. Yo era un soldado más; él, el sub comandante. Ambos habíamos participado del entrenamiento militar que nos habían dado los cubanos, pero mi hermano era diferente. Tenía agallas y sabía como motivar y dirigir un grupo. Además poseía un excelente estado físico y una formación intelectual que casi igualaba a los instructores. Recuerdo una tarde: estábamos sentados a la sombra de un árbol, exhaustos. El comandante sacó un habano y lo convidó a Martín con otro. Hablaron largo rato de literatura. Dostoievsky, Tolstoi, Gorki, Goethe, Shakespeare. Disintieron en Hemigway, mi hermano siempre lo ha considerado un autor menor, lejos de Melville. Prometieron que todos los hombres tendrían acceso a las grandes obras. “No todo lo norteamericano es malo, amo su literatura”, dijo mi hermano y lanzó su carcajada característica, pieza clave de su carisma.
El avión ganó altitud.
“Martin”, dije en voz baja. “Martin”, volví a decir.
La oscuridad seguía siendo total y el aire continuaba pegando violentamente contra la ventana.
De pronto, me di cuenta que aún tenía la granada en la mano. La toqué con cuidado. La redondez culminaba en un pequeño círculo en la parte superior. Puse el dedo índice en su interior.
“¿La activo?”, les pregunté a todos. Nadie contestó.
“¿Quién viajaría con nosotros? ¿Y si viajaba un general? ¿Y si la muerte de ese bastardo servía para salvar miles de vidas? ¿Cuanto podía valer mi vida, la de la muchacha con su bebé y la de aquellos que ni siquiera habían esbozado sonido? No podía intuir si mi hermano estaba con nosotros. Él sí que era importante para la revolución. Imaginé una columna denominada “Juan Pablo Carucci”, en mi honor. Una ciudad, un barrio, un colegio, una estatua, un mausoleo; podría pasar a ser el mártir necesario para estas proezas históricas. Una bandera con mi imagen, libros conjeturando mi plan y la victoria alcanzada gracias a mi heroísmo, a mi actitud desinteresada. El discurso del Comandante nombrándome, agradeciéndome antes de gritar “Patria o Muerte”. Dejaría de ser el hermano de Martín. Encontrarían mis anotaciones en “La táctica de guerrillas”. Las considerarían un gran aporte a la lucha y a la victoria.
Aunque sólo fueran dos o tres milicos, tal vez valía la pena. Al menos no iban a poder usar más el avión.
Era un acto revolucionario.
Activé la granada y la tiré unos metros adelante. Escuché la explosión. Esperé que caiga el avión, solo oí un grito desgarrador. Supe que era el alarido de Martín.

¿En qué revolución puede pensar, hoy, mi hermano sin sus piernas? ¿Cómo va a volver a confiar en la persona que confundió una tormenta con estar viajando en un avión, el ruido de una cuchara con un cinturón de seguridad, el maullido de un gato con un bebé, una estupidez con un acto revolucionario?
¿Cómo va a perdonar a alguien que ni siquiera abrió los ojos para ver que nada pasaba?
Algunas tardes me detengo en la puerta de su habitación. Se que él lo nota pero no aparta la vista de sus libros. No me animo a ingresar, conservo la distancia. Una distancia que tal vez no es necesaria, pero no puedo dejar de pensar que si tuviera piernas, se levantaría, tomaría mi cuello y lo apretaría fuerte, para que entienda lo que le hice.