domingo, 14 de junio de 2009

EL GOL



Rulo, el número dos del equipo que con solo empatar saldría campeón del torneo barrial, levantó su brazo enorme acostumbrado a dar indicaciones a “su” defensa, como solía llamarla, y gritó para avisarle. Pero fue demasiado tarde. Una tenue brisa le rozó la nuca con delicadeza. El arco cayó sobre el cuerpo de Hernán justo antes de sacar y la red lo aprisionó por completo.
Alcancé a ver la escena desde el área contraria, mi lugar. Donde debe estar todo delantero, optimista del gol, de quien se espera, por lo menos, un tiro al arco por partido, una jugada de peligro.
Aunque la final había sido aguerrida y el aire escaseaba un poco por el cansancio y otro por la impotencia de no poder convertir e ir perdiendo uno a cero; corrí hacia mi hermano. El resto del equipo hizo lo mismo.
Instintivamente, nuestros enemigos se replegaron. Varios, mirando al referí levantaron las manos expresando inocencia.
El travesaño estaba en la mitad de la espalda tapando el número uno, la cara aplastada contra la tierra; el resto del cuerpo, las piernas, los brazos, los botines, habían sido cubiertos por la red.
“Acá estoy” , dije cuando llegué a su lado, en mi carácter de hermano mayor, tratando de tranquilizarlo. “No pasa nada, aguantá que ya lo levantamos, quedate quieto” “Esto es algo que suele pasar cuando hay mucho viento, los arqueros siempre se llevan la peor parte de la anécdota, pero un buen equipo tiene que tener un buen arquero, esos que tapan el gol cuando la defensa está perdida, cuando el resto del equipo contiene la respiración y se encomienda al creador para que no entre la pelota; que arriesgan el cuerpo y el alma en un mano a mano, que tranquilizan al grupo cortando un centro y exhibiendo en lo alto, como botín de guerra, el balón. Con una sola mano apuntando hacia una hinchada que hoy no existe pero mañana, quien sabe...”, hablé, con el solo objeto de que supiera que yo estaba al mando, como siempre, que las cosas se iban a solucionar. Para que sus pulsaciones bajen y el terror disminuya.
“Diego, Roña”, grité, ya en mi carácter de capitán, con una mano extendida hacia la derecha. “ Quique, Ramón” con la otra hacia la izquierda... “ vamos… a la cuenta de tres”.
Uno. Vi como todos agarraron el hierro blanco con sus diez dedos. Dos. Las venas de la cara y el esfuerzo mirándome a los ojos. Tres. El arco arriba nuevamente. La espera.
Dimos vuelta el cuerpo de Hernán con cuidado, para que quedara boca arriba. Sus ojos estaban cerrados, la cara tapada de tierra, la vincha que solía usar como los viejos arqueros a pesar de tener el pelo corto como lo requería el colegio católico al que concurríamos, escondía sus orejas. La camiseta colorada había mutado a terracota. Las piernas estaban inmóviles. Sus pies caían levemente hacia los costados.
“Te dije que esta cancha era una mierda”, mufó Gaby, como siempre, inoportunamente. “Le avisé”, dijo Rulo tomándose la cara. Una nube cubrió el sol y el campo se tornó gris. El viento volvió a soplar, apareció un murmullo de preocupación. El otro equipo ya estaba reunido en la mitad del campo. “¿Puede seguir?, me preguntó el hombre de negro, incólume, serio, apurado por darle un final al cotejo y cobrar sus honorarios. “Dale marica”, gritó algún padre del contrario.
Creo que con la mirada pude expresar todo, mi cara se estiró de furia. Roña se arrodillo al costado del cuerpo del arquero. Pude ver, como en una foto, la cara de todo mi equipo. Rulo, atemorizado corrió al banco de suplentes en busca de agua. Diego, se sacó la camiseta del pantalón, Quique se bajó las medias. Por un momento imaginé lo peor. El equipo abatido, consternado, aterrorizado. El final.
Me acerqué casi hasta tocar la cabeza de mi hermano. Una vez más creí que todo dependía de mí, como en aquellos partidos donde sabía que el gol lo hacía yo o no hacía nadie; y le dije al oído: “Arriba campeón que falta un minuto”.
Pude ver como los ojos de Hernán se abrieron de golpe. Vi relejado el sol que volvía a mostrarse en su pupila negra. De un salto se puso de pie, golpeó sus guantes violentamente y dijo: “¡Vamos carajo, que no se nos escapan, huevos muchachos!Mi piel se erizó, creo que a todos les pasó lo mismo. Nuestros pulmones se llenaron de aire, nuestras piernas se hincharon de ganas de correr, una sonrisa se dibujó en nuestras caras. Hernán tomó la pelota y al grito de “¡salimos!” la pateo hacia el otro arco hacia donde los seis, como locos, como un ejercito de samuráis que ya no tiene nada que perder, como un equipo que sabe que su valla está bien cuidada, como un padre en busca de su hijo, fuimos a hacer ese gol que imaginamos tantas veces, que el hombre desalmado de negro no supo a quien anotarle porque todos, inclusive mi hermano que venía unos pasos atrás, empujamos hasta la red para morir en un abrazo eterno del que todavía conservo las marcas.

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